English version
El Hombre es un animal social. Esto tiene, por lo menos, un origen evolutivo: es prácticamente imposible sobrevivir si vamos solos por la vida. Los seres humanos, como los lobos y los monos, vivimos en manadas y sociedades. Para que la sociedad funcione tenemos que llevarnos bien, y para conseguirlo, un mecanismo práctico es imitar lo que hace la mayoría.
El fortísimo deseo que tenemos de agradar a los demás tratando de parecernos a ellos se observa especialmente en la adolescencia. Los jóvenes establecen un criterio de lo que “mola” y tratarán desesperadamente de convertirse en ese arquetipo. Las modas van cambiando, por supuesto, y existirán grupos dispares, lo mismo que existen clanes o tribus. Pero será casi imposible no pertenecer al menos a una de esas tribus.
Yo he tenido la inmensa suerte de ser “del montón” y por tanto sentirme aceptado, querido y protegido entre la multitud. Nunca he destacado mucho, ni por encima, ni por debajo. Pero un día descubrí que esto no tenía ningún mérito, y que si quería progresar y entender las cosas importantes de la vida, tenía que fijarme en aquellos que no estaban tan arropados por el resto de la manada, y atreverme a salir de ese círculo de comodidad.
Recuerdo perfectamente miles de escenas de mi clase, cuando éramos niños. Seríamos unos cincuenta. Algunos destacaban en los estudios, otros en los deportes, y otros por su capacidad de hacer amigos. Unos por ser los más “malotes”, otros por ser los más “buenotes”. Al más delgado le llamábamos “palillo” y al más gordo “barrilete”. Pero de todas las posibles características que pudiera haber, una siempre brillaba sobre las demás. Algo que definitivamente te clasificaba entre los mejores o los peores. Algo que era lo único que realmente importaba a esa edad. El fútbol.
Y yo era tremendamente malo jugando al fútbol. Malo, malo, malísimo. Tan malo que no me ponían ni de portero. Siempre jugaba de defensa y mi única misión era tirarme a los pies de los delanteros del equipo contrario para molestarles lo más posible. Era auténtica “carne de cañón” futbolera. Mi portero habitual, Gustavo, a la defensa nos llamaba los “torpedos”, y nos lanzaba literalmente sobre el enemigo al grito de “¡Torpedo uno! ¡Torpedo dos! ¡Torpedo tres!”
Bien pensado, un grupo de cincuenta es suficientemente pequeño como para que siempre haya alguna característica que te haga destacar, ser el mejor o el peor, el primero o el último, y es posible que eso marque el resto de tu vida. Seguramente yo era el peor de todos jugando al fútbol, y esto me hizo fijarme en otros juegos, como las apuestas con cromos, lo que me introdujo tan joven en los rudimentos del mundo financiero.
Comprendí de primera mano asuntos como la escasez (ese cromo raro que nadie tenía), la especulación (“comprar” el cromo raro por otros cien con la intención de “venderlo” luego por doscientos), la información privilegiada (“un primo de Barcelona me ha dicho que el cromo de Petursson ya está saliendo en los kioscos”) y de esta forma experimenté ascensos vertiginosos en mi capital así como algunas bancarrotas mientras la mayoría de la clase perseguía el balón.
También recuerdo el día en que el profesor de gimnasia nos propuso correr el “maratón”. Se trataba de una prueba de resistencia. Una carrera larga, una prueba de fondo. Sinceramente, nunca me propuse ganar esa carrera y en ningún momento pensé que la ganaría. Ingenuamente creía que los mismos que siempre metían los goles en los partidos, mis ídolos Kerman y Xabi, serían los primeros en llegar a la meta. Pero no fue así. Los corredores se iban cansando, algunos se retiraron. Mientras tanto yo seguía corriendo con todas mis fuerzas, con las mismas ganas y el mismo empeño que ponía en jugar bien al fútbol sin ningún éxito.
Llegados a este punto es cuando un coach deportivo diría que esa prueba era más psicológica que física. Diría algo así como que “las características físicas, con las que uno nace, son más difíciles de cambiar. Pero la mente es muy flexible, y cuando alguien se propone hacer algo y pone en ello todo su empeño, lo logrará”.
Estoy básicamente de acuerdo con eso, pero hay algo más, que es lo que quiero comentar ahora. Cuando gané la carrera, me sentí solo. Me sentí vulnerable, exactamente igual que cuando no era capaz de jugar bien al fútbol. Me di cuenta de que tanto los primeros como los últimos tienen algo importantísimo en común: nadie les puede marcar el camino. No hay otro a quien imitar. Y esto, aunque inquieta, es un grandísimo regalo ya que abre la puerta a desarrollar las capacidades que uno tiene, ignorando completamente los límites que nos marca la vulgaridad del rebaño.
Y es que no tiene mucha importancia ganar o perder, ser el primero o ser el último: siempre encontrarás alguien mejor o peor que tú. Lo que realmente importa es desarrollar esas capacidades que todos tenemos dentro, y que nada ni nadie, ni siquiera uno mismo, nos impida hacerlo. Yo aquel día descubrí que había algo más importante que agradar y querer parecerme a los demás, que era ser honesto conmigo mismo, ser auténtico y desarrollar mis propias capacidades, fueran las que fueran. Atreverme a ser diferente.